La apostasía

«En cuanto a la venida de nuestro Señor Jesucristo y de nuestro encuentro con él, os rogamos, hermanos, que no se inquiete fácilmente vuestro ánimo ni os alarméis: ni por revelaciones, ni por rumores, ni por alguna carta que se nos atribuya, como si fuera inminente el día del Señor. Que de ningún modo os engañe nadie, porque primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y se alza sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es adorado, hasta el punto de sentarse él mismo en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios».
2 Tes 2,1-3

«¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Os aseguro que les hará justicia sin tardanza. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?«
Luc 18,7-8

«Pero él se volvió hacia Pedro y le dijo: «¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres».
Mat 16,23

Pero aunque nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciásemos un evangelio diferente del que os hemos predicado, ¡sea anatema! Como os lo acabamos de decir, ahora os lo repito: si alguno os anuncia un evangelio diferente del que habéis recibido, ¡sea anatema!
Gal 1,8-9

La historia de la Iglesia está jalonada de muchas crisis provocadas por enseñanzas heréticas surgidas en su seno, por cismas, por comportamientos escandalosos de unos y otros, etc. Por supuesto, la labor de los defensores de la sana doctrina, el martirio y la santidad de muchos otros sirvió para dar testimonio de que seguía siendo cierto que «mediante la Iglesia, los principados y potestades celestes conocen ahora la multiforme sabiduría de Dios, según el designio eterno, realizado en Cristo, Señor nuestro» (Fil 3,10-11).

La primera gran crisis apareció precisamente cuando la Iglesia había dejado de ser perseguida por el Imperio romano y gozaba de una libertad desconocida hasta entonces. El arrianismo, que negaba la divinidad de Cristo, surgió con una fuerza inusitada. San Jerónimo describió vívidamente lo que ocurrió: «El mundo se despertó un día y gimió de verse arriano». A la herejía arriana se le opuso el credo niceno y la figura imponente de San Atanasio. El enemigo no era solo el arrianismo, sino ese intento burdo de encontrar un apaño entre la verdad y la mentira al que se llamó semiarrianismo. Un Papa, Liberio, hizo amago de inclinarse por esa opción y se mostró débil ante los ataques contra el gran apóstol de la fe nicena. La fe verdadera salió triunfante de aquella crisis.

Pronto llegaron nuevas crisis relacionadas con las doctrinas cristológicas. Fue necesario un concilio, Éfeso, para desechar el nestorianismo. Y fue necesario otro concilio, Calcedonia, para poner fin a siglos de polémica en torno a las muchas variantes de la herejía monofisita. Cabe señalar aquí que Calcedonia vino precedido de la intervención de San León Magno, Papa, para aniquilar la herejía en la que todo Oriente se vio atrapado. Fue aquel Papa quien anuló el conocido como Latrocinio de Éfeso. A diferencia de Liberio, por gracia de Dios San León supo en todo momento ser fiel al mandato de Cristo sobre el ministerio petrino, confirmando a los hermanos en la fe (Luc 22,32).

Para no alargar demasiado este artículo, paso directamente a la crisis provocada por Lutero y sus émulos, dejando atrás el cisma de Oriente y el de Occidente, siendo este último acompañado de un intento de imponer la herejía conciliarista.

Si con Arrio se atacó al corazón de la fe cristiana negando la divinidad de Cristo, con Lutero se atacó al corazón de la Cristiandad (la civilización nacida de aquella fe) y se entregaron naciones enteras a la herejía solafideísta (condenada explícitamente por Stg 2,24), al espanto del «libre examen» de las Escrituras, fuente de aparición de miriadas de sectas, y al abismo de la supresión del Santo Sacrificio de la Misa y otros sacramentos. El protestantismo fue definido magistralmente por San Pío X en su Catecismo mayor:

129. El Protestantismo o religión reformada, como orgullosamente la llaman sus fundadores, es el compendio de todas las herejías que hubo antes de él, que ha habido después y que pueden aún nacer pira ruina de las almas.

Como en épocas anteriores, fue necesario un concilio, Trento, para combatir el error. En esa ocasión, el concilio fue también instrumento de una verdadera reforma de la Iglesia. Reforma que fue acompañada de una explosión de santidad como no se conocía desde la era de los mártires.

Trento sirvió para reafirmar la fe católica ante el error protestante pero llegó tarde para impedir la expansión del protestantismo. Las diversas guerras de religión que asolaron Europa concluyeron con la Paz de Westfalia, que entronizó en todo el continente el principio «cuius regio, eius religio» adoptado en la Paz de Augsburgo, por el que cada nación decidía cuál habría ser su religión de estado.

La Cristiandad quedó muy mermada y su bastión mayor pasó a ser España a uno y otro lado del océano Atlántico. Pero esa España que fue luz de Trento, martillo de herejes y evangelizadora de la mitad del orbe, iba a ser víctima de un fenómeno que, finalmente, ha abierto la puerta a la apostasía dentro de la propia Iglesia: La Ilustración.

Está lejos de la intención de este artículo y de mis propias capacidades explicar en detalle lo que fue, y es, la Ilustración. Se la define así «por su declarada finalidad de disipar las tinieblas de la ignorancia de la humanidad mediante las luces del conocimiento y la razón». La realidad es que se volvía al viejo engaño de la serpiente en el paraíso: «el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal» (Gen 3,5).

La Ilustración es el rechazo de los hombres y las naciones a ser iluminadas por la fe y la soberanía de Cristo para entregarse a las tinieblas del error del hombre caído que rechaza la gracia y acepta la soberanía de Satanás. La Ilustración deja al hombre en el estado anterior a su redención, cuando era incapaz de discernir las cosas de Dios. Como enseña San Pablo: «… el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente» (1 Cor 2,14). Pero la situación del hombre ilustrado, y del orden de cosas establecido en las naciones cristianas por su influjo, es mucho peor que la del hombre y el mundo pagano al que no se había predicado el evangelio. San Pedro explica cuál es dicha situación:

«Pues hablando palabras infladas y vanas, seducen con concupiscencias de la carne y disoluciones a los que verdaderamente habían huido de los que viven en error. Les prometen libertad, y son ellos mismos esclavos de corrupción. Porque el que es vencido por alguno es hecho esclavo del que lo venció. Ciertamente, si habiéndose ellos escapado de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, enredándose otra vez en ellas son vencidos, su postrer estado viene a ser peor que el primero. Porque mejor les hubiera sido no haber conocido el camino de la justicia, que después de haberlo conocido, volverse atrás del santo mandamiento que les fue dado. Pero les ha acontecido lo del verdadero proverbio: El perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno«. (2 Ped 2,18-22)

¿Cómo se enfrentó la Iglesia a semejante desafío, que supondría el fin de cualquier resto de civilización cristiana? Con la contundencia, claridad y sabiduría de los Papas. El ministerio petrino a partir de 1789 tuvo no solo la capacidad de defender la verdad ante el error, sino que también se vio acompañado de la clarividencia profética. Es decir, los papas supieron ver y advertir de cuáles serían las consecuencias del triunfo de las tesis ilustradas (tanto en su versión «francesa» como en la «americana») tanto en el mundo como, y esto es fundamental, dentro de la propia Iglesia.

No en vano la Ilustración fue acompañada del avance imparable del liberalismo teológico en el seno de las naciones protestantes europeas y, aunque en mucho menor grado en un primer momento, entre los protestantes de EE.UU. Dicho liberalismo teológico, que aniquila cualquier rastro de fe cristiana, afectó también a la Iglesia Católica, adoptando el nombre de modernismo. Fue condenado por los Papas, sobre todo por Pío IX en su encíclica Quanta cura y Syllabus, y por San Pío X en su encíclica Pascendi. Esos dos textos pontificios estuvieron acompañados de muchos otros en los que el magisterio petrino cumplió, nuevamente, el papel para el que Cristo lo fundó.

La Iglesia que defendió la verdad fue viendo como poco a poco se iban minando los fundamentos que habían regido las naciones cristianas durante siglos. Y al igual que en tiempos de la crisis arriana, surgió la tentación del apaño, del pacto con el error, de la falsa concordia entre Cristo y Belial denunciada por San Pablo (2 Cor 6,14-15). En un primer momento se produjeron errores de carácter pastoral (p.e, la Ralliement de León XIII), que mantenían la doctrina sin alterar pero cedían en su aplicación efectiva. Pero finalmente, y esto es lo que diferencia esta crisis de cualquier otra que haya tenido lugar en la historia, el error doctrinal llegó al corazón de la Iglesia a través de un concilio ecuménico, el Vaticano II, y el magisterio pontificio posterior.

Lejos de mí intentar explicar con mis propias palabras las evidencias de esa desafección ocurrida en el CVII. No voy a analizar aquellos textos conciliares que se alejan del magisterio pontificio previo, que suponen una ruptura evidente con la fe católica. Basta citar lo que del concilio ha dicho Joseph Raztinger tanto en su condición de cardenal como en su condición de Papa romano. En su libro Teoría de los principios teológicos dice:

«Si se busca un diagnóstico global del texto [de Gaudium et spes], se podría decir que (junto con los textos sobre la libertad religiosa y las religiones del mundo) es una revisión del Syllabus de Pío IX, una especie de contra-syllabus»

Y en su discurso como Papa a la curia romana en las Navidades del 2006, afirmó:

«… debemos tener presente que el mundo musulmán se encuentra hoy con gran urgencia ante una tarea muy semejante a la que se impuso a los cristianos desde los tiempos de la Ilustración y que el concilio Vaticano II, como fruto de una larga y ardua búsqueda, llevó a soluciones concretas para la Iglesia católica

es necesario aceptar las verdaderas conquistas de la Ilustración, los derechos del hombre, y especialmente la libertad de la fe y de su ejercicio, reconociendo en ellos elementos esenciales también para la autenticidad de la religión».

Ante confesión de parte -podría dar muchas otras citas-, no hacen falta pruebas. Cualquiera que tenga ojos en la cara y materia gris en el cerebro, ve que la condena absoluta de los principios ilustrados por parte del magisterio petrino desde 1789 hasta el CVII dio paso a la asunción de buena parte de esos principios, y muy especialmente del concepto herético sobre la libertad para el error en materia religiosa.

El propio Benedicto XVI pretendió que ese cambio radical no afectaba a la esencia de la propia Iglesia. En su primer discurso navideño como Papa a la curia dijo:

«El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad. La Iglesia, tanto antes como después del Concilio, es  la misma Iglesia una, santa, católica y apostólica en camino a través de los tiempos».

Es decir, según este papa, la Iglesia puede enseñar una cosa y la contraria sobre aspectos fundamentales (¿acaso la doctrina sobre la libertad no lo es?) y seguir siendo la misma. Para colmo, Benedicto XVI, tras reconocer que hay ruptura con el magisterio previo, al que desdeña considerándolo decisiones históricas, se alza como el paladín contra una supuesta hermenéutica de la discontinuidad entre el CVII y lo anterior. Cito de ese mismo discurso:

«Por una parte existe una interpretación que podría llamar «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura»; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la «hermenéutica de la reforma», de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino».

Una vez hecho trizas el principio de no contradicción, una vez asumidos los principios liberales de la Ilustración, una vez entronizado el modernismo -en su versión moderada- en Roma, era lógico que muchos pensaran que todo el monte era orégano y se lanzaran a toda velocidad hacia la destrucción de lo que quedaba de fe católica. Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, emulando a los liberal conservadores ilustrados, intentaron parar ese tsunami destructor, propio de los ilustrados radicales, pero manteniendo intacto aquello que lo había provocado. Y entonces llegó Francisco.

Basta un solo punto de Amoris Laetitia, exhortación apostólica del pontífice reinante, para entender hasta dónde ha llegado la apostasía en el seno de la Iglesia. Se trata del 301:

«Por eso, ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada «irregular» viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante. Los límites no tienen que ver solamente con un eventual desconocimiento de la norma. Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender «los valores inherentes a la norma» o puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa».

Adiós a la moral católica. Adiós al poder transformador de la gracia que libera al hombre de pecado. Adiós al carácter normativo indeleble de la ley divina, contra la que no cabe excusa que justifique su quebranto. Adiós a la fe que fue entregada de una vez para siempre a los santos. Adiós al ministerio petrino que confirmaba en la fe y que nos lleva ante la necesidad de recordar las palabras de Cristo a Pedro «¡Apártate de mí, Satanás!» y de San Pablo » si alguno os anuncia un evangelio diferente del que habéis recibido, ¡sea anatema!«.

¿Cómo se explica esto?, ¿cómo se concilia semejante abismo infernal con la doctrina bíblica y tradicional que afirma que la Iglesia es columna y baluarte de la verdad (1Tim 3,15)? Pues sinceramente no encuentro otra explicación que la de que estamos ante la gran apostasía profetizada por San Pablo, previa a la aparición del anticristo. Solo puede apostatar quien ha creído antes.

La promesa de Cristo de que las puertas del Hades no prevalecerán contra su Iglesia está garantizada por el hecho de que queda y quedará un remanente fiel. Un remanente de los que no doblan ni doblarán sus rodillas ante el Baal de la modernidad y el liberalismo eclesial. Un remanente que se sabe absolutamente dependiente del Señor -«Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5)- y que se aleja de cualquier soberbia pelagiana que además atenta contra la caridad. Un remanente que se sabe hijo de Aquella cuyos hijos «guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17), de aquella que movida por la gracia hizo de su vida un Fiat absoluto a la voluntad de Dios, de Aquella que nos dijo en Caná «haced lo que Él os diga» (Jn 2,5).

Cuéntanos entre tus elegidos, Señor.

«También me dijo: -No selles las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo está cerca. El injusto, que cometa aún injusticias; el sucio, que se manche aún más; el justo, que siga practicando la justicia; y el santo, que se santifique todavía más. Mira, vendré pronto con mi recompensa, para dar a cada uno según haya sido su conducta» (Ap 22,10-12).

Señor, ven pronto

Luis Fernando Pérez Bustamante

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